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En una habitación de una pequeña ciudad de Nueva Delhi, un grupo de jóvenes_IT_empecinan sus manos sobre teclados de computadoras. El sonido de clics y el brillo de las pantallas parecen inofensivos, pero tras esa fachada se esconde una operación de hackeo a gran escala que ha alterado vidas en todo el mundo.
Rajat Khare tenía 20 años cuando, junto a sus amigos, fundó Appin en 2003 con la idea de enseñar a estudiantes indios a programar. El nombre, «Approaching Infinity,» simbolizaba sus ambiciones ilimitadas. La idea inicial era cambiar vidas, pero la empresa pronto se desvió hacia un camino oscuro. En 2007, Appin comenzó a ofrecer servicios de «ciberespionaje» y «guerra cibernética» a clientes gubernamentales y privados, según documentos internos revisados por Reuters.
La empresa se expandió rápidamente, reclutando hackers y ofreciendo servicios que iban desde el monitoreo de correos electrónicos hasta la manipulación social. En el My Commando, una plataforma digital discreta, detectives privados y empresarios pudieron contratar a Appin para hackear a sus enemigos con un simple clic. Jochi Gómez, un exeditor de periódicos en la República Dominicana, pagaba entre 5,000 y 10,000 dólares mensuales para vigilar a la élite dominicana, incluyendo al entonces presidente Leonel Fernández.
«Es una industria lucrativa y clandestina,» dice Gómez. «Hice lo que hice por el periodismo, pero reconozco que era ilegal.»
Para Chuck Randall, miembro de la tribu Shinnecock en Long Island, las acciones de Appin tuvieron consecuencias devastadoras. En 2012, su correo electrónico fue hackeado, y las cartas privadas que detallaban negociaciones secretas para un proyecto de casino fueron distribuidas en el reservado de la tribu. El escándalo resultante no solo frustró sus aspiraciones económicas, sino que también fracturó la comunidad.
«Perdimos la mayor oportunidad económica que ha tenido la tribu en décadas,» dice Randall. «Mis correos fueron convertidos en armas.»
A pesar de las múltiples investigaciones internacionales, la justicia ha sido esquiva. En la República Dominicana, el caso de Gómez fue desestimado por motivos técnicos. En Noruega, la investigación sobre el hackeo de Telenor se cerró en 2016 por falta de pruebas. En los Estados Unidos, solo dos personas fueron condenadas: Karen Hunter y Steven Santarpia, los cuales recibieron libertad condicional.
«Es frustrante que los verdaderos culpables sigan impunes,» dice Randall. «La tecnología ha cambiado, pero las leyes no han logrado seguir el ritmo.»
Appin ha evolucionado, pero su legado perdura. Exempleados han fundado nuevas empresas de ciberespionaje, como CyberRoot y BellTroX, que siguen operando en la sombra. Rajat Khare, aunque ya no está oficialmente vinculado a Appin, mantiene el control de varias de sus antiguas compañías a través de sus familiares.
«Appin fue el padrino de todos los hackers,» dice Sumit Gupta, exfuncionario de Appin. «Su modelo de negocio ha perdurado.»
En un mundo donde la tecnología permite la manipulación a escala global, las historias de individuos como Chuck Randall y Jochi Gómez nos recuerdan el costo humano de estas acciones. Mientras las leyes luchan por adaptarse, la pregunta persiste: ¿Quién protegerá a los más vulnerables de la nueva frontera digital?
La respuesta, por ahora, sigue siendo un silencio que duele más que cualquier ruido.
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