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En una casa de barro en el norte de Mali, una mujer lava la ropa de su hijo con agua de lluvia. Él tiene 11 años y nunca ha visto un teléfono inteligente. Pero su profesor dice que, dentro de cinco años, su futuro dependerá de un algoritmo que nadie le explicó.
La vida de Ahmad, un campesino de 45 años, cambió de la noche a la mañana cuando el gobierno decidió utilizar una plataforma de inteligencia artificial para asignar subsidios agrícolas. “Ahmad, el algoritmo no te seleccionó para el subsidio este año. Debes ser más productivo,” le dijo el agente de desarrollo. Ahmad desconoce cómo medir esa productividad. El sistema, creado por una empresa tecnológica de Corea del Sur, no ofrece explicaciones claras.
La implantación de algoritmos en la gestión de recursos públicos es un fenómeno que se extiende por todos los continentes. En países en desarrollo, la falta de transparencia y la opacidad en el diseño de estos sistemas permiten que decisiones cruciales se tomen sin el conocimiento suficiente de las comunidades afectadas. La IA y la discriminación de género en países en desarrollo no son conceptos aislados; son realidades que impactan diariamente la vida de miles de personas.
Los gobiernos, a menudo presionados por organismos internacionales y corporaciones tecnológicas, adoptan soluciones de alta tecnología sin considerar las brechas digitales y la desigualdad de acceso. En África, por ejemplo, solo el 28% de la población tiene acceso a internet, según datos de la Unión Internacional de Telecomunicaciones. Este desequilibrio perpetúa la exclusión digital y la marginalización de sectores enteros de la población.
Fatima, una maestra de 32 años en una aldea de Burkina Faso, ha visto cómo la tecnología se convirtió en una barrera para la educación. “El algoritmo determina quiénes reciben becas para continuar sus estudios. Pero a menudo, son los mismos que ya tienen acceso a dispositivos y conexiones. Los demás quedan atrás,” explica con una mezcla de frustración y resignación.
El impacto emocional de estas exclusiones es profundo. Los niños que no son seleccionados por los algoritmos sufren un golpe psicológico que va más allá del rechazo. “Yo no sé qué es un blockchain. Pero mi dinero desapareció en una cuenta en Panamá. Nadie me dijo cómo. Solo me dijeron que era legal,” relata Carlos, un exfuncionario hondureño de 56 años. La impotencia y el desamparo son emociones compartidas en comunidades donde la tecnología debería ser un aliado, no un obstáculo.
Las respuestas de los gobiernos y las organizaciones internacionales son escasas y, en ocasiones, inadecuadas. En Mali, la Asociación de Campesinos ha intentado presionar al gobierno para que explique el funcionamiento de los algoritmos, pero las respuestas son confusas y poco satisfactorias. “Nos dicen que es una cuestión técnica, algo que no podemos entender. Pero estamos hablando de nuestras vidas,” afirma Ahmad.
En Honduras, Carlos y otros exfuncionarios han buscado ayuda legal para recuperar sus ahorros, pero el camino es lento y lleno de obstáculos. “Los abogados nos dicen que es un laberinto. Que los sistemas financieros son complejos y opacos. Que casi siempre ganan las grandes empresas,” comenta con un tono de derrota.
Las ONGs y las comunidades locales intentan llenar el vacío dejado por las instituciones oficiales. En Burkina Faso, una organización local llamada “Acción por la Educación” ha creado programas de capacitación tecnológica para niñas y mujeres. “Es un paso pequeño, pero importante. No podemos quedarnos de brazos cruzados,” dice Fatima, quien también participa en estos programas.
El mundo está lleno de algoritmos que deciden quién vive, quién muere, quién puede soñar. Pero nadie les preguntó a los que no tienen internet. La tecnología, en lugar de ser un puente, se ha convertido en una barrera invisible que perpetúa la desigualdad y la exclusión. La pregunta que queda en el aire es simple, pero profunda: ¿Hasta cuándo seguiremos dejando que las máquinas decidan por nosotros?
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