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En la plaza central de Antananarivo, la capital de Madagascar, las calles se llenaron de voces que clamaban por un cambio. Los jóvenes, con sus rostros pintados con las banderas nacionales y carteles en alto, gritaban con la fuerza de quienes ya no pueden aguantar más. En medio de ese caos, una noticia corrió como el viento: el presidente Andry Rajoelina había abandonado el país.
La partida de Rajoelina no fue un acto aislado. Durante los últimos meses, su liderazgo se había visto cuestionado por una serie de protestas masivas lideradas por la juventud del país. Los manifestantes denunciaban la corrupción, la falta de oportunidades y la desigualdad económica que ha caracterizado el país desde su independencia. La situación empeoró cuando Rajoelina perdió el apoyo de una facción clave del ejército, a quienes acusó de intentar un golpe de Estado.
“El presidente dejó el país, lo confirmaron los empleados de la presidencia,” explicó Siteny Randrianasoloniaiko, un líder de la oposición, en una conversación con Reuters. “No sabemos adónde fue, pero ya no está aquí.”
La crisis que ahora vive Madagascar no es producto del azar. El país, conocido por su diversidad biológica y su rica cultura, ha estado sometido a la influencia de potencias coloniales y corporaciones multinacionales que han extraído sus recursos sin dar nada a cambio. La economía, basada en la agricultura y la minería, ha sido explotada por intereses externos, dejando a vastas poblaciones en la pobreza.
El sistema político, heredado de la época colonial, sigue siendo clientelista y corrupto. Las elecciones son frecuentemente cuestionadas, y las instituciones han perdido la confianza de la población. Rajoelina, quien llegó al poder en 2018, prometió cambios, pero su gestión se vio ensombrecida por escándalos y la falta de acción concreta.
“Nosotros votamos por el cambio, pero lo único que hemos visto son promesas incumplidas,” dijo Marie, una estudiante de 22 años que participó en las manifestaciones. “La gente ya no aguanta más; queremos un líder que nos represente de verdad.”
En un país donde el 70% de la población vive con menos de dos dólares al día, la partida de Rajoelina ha dejado un vacío que nadie sabe cómo llenar. La incertidumbre se siente en cada rincón de Madagascar, desde las calles de Antananarivo hasta las aldeas rurales.
“Mi padre trabajaba en una mina de níquel, pero la empresa cerró y ahora no tenemos cómo alimentarnos,” contó Jean, un campesino de 35 años. “La gente está desesperada; la esperanza se está acabando.”
Las protestas han sido tanto un grito de desesperación como una forma de resistencia. Los jóvenes, con sus teléfonos móviles y redes sociales, han logrado hacerse oír. Pero el costo ha sido alto: detenciones, violencia policial y amenazas a quienes se atreven a hablar.
Mientras la población sigue en las calles, el vacío de poder se hace cada vez más evidente. El gobierno interino, liderado por el vicepresidente, ha prometido mantener la estabilidad, pero las promesas son pocas y los resultados, aún más escasos.
“El presidente dijo que hablaría con el país, pero no sabemos qué va a decir,” reflexionó Tiana, una periodista de 28 años. “La gente quiere respuestas, no más mentiras.”
Las organizaciones internacionales, como la Unión Africana y la comunidad internacional, han llamado a la calma y al diálogo, pero las acciones concretas aún no se ven. En un contexto donde la desigualdad y la explotación han sido la norma, la ausencia de Rajoelina puede ser tanto una oportunidad como un riesgo.
La partida de Rajoelina deja un país en suspenso. ¿Será este el inicio de un nuevo capítulo en la historia de Madagascar, o simplemente otro episodio en una larga saga de desilusiones?
En la plaza central de Antananarivo, el silencio que sigue a cada grito tiene un peso que va más allá de las palabras. El mundo sigue girando, pero para los madagascos, el futuro sigue siendo una incógnita, una página en blanco que aún no se ha escrito.
En Madagascar, como en tantos otros lugares, el verdadero desafío no es solo cambiar a los líderes, sino transformar un sistema que ha fallado a sus ciudadanos. El camino hacia la justicia y la igualdad aún está por construirse, y lo que está claro es que el silencio de Rajoelina no es el final, sino el comienzo de una nueva batalla.
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